Martha Salazar Mendoza - Nambija
Los rayos del sol se esconde detrás
de la gigantesca montaña donde se cree aún existe mucho oro, Nambija se llama
el lugar, que extrañamente en idioma shuar significa “huerta de maní silvestre”,
un nombre que nada tiene que ver con su
histórico potencial aurífero.
Hasta allí llegó Martha Salazar
Mendoza, hace 35 años, cuando todos comentaban en la región que Nambija era la
tierra prometida, la cuna de la riqueza, el Jerusalem del Ecuador. Y no se
equivocaron, pues dentro del gigantesco cerro, se escondía un incalculable
tesoro, que desde el siglo XVI se había comenzado a explotar.
Mientras conversa con nosotros, Martha
recuerda que la montaña poco a poco se fue convirtiendo en un gran queso, el
verde manto que cobijaba a Nambija había sido reemplazado por una gruesa cobija
parchada, sin color y sin vida, con aguajeros, canalones, escombreras y
relaveras.
“Vine a Nambija, decían que había
oro, encontré por ahí, pero no hice nada, porque me hago robar, no cuido, es
que yo tengo gallinas cuyes y dejo botando el orito, cuando regreso, nada.”
Ahora Martha tiene 70 años, su
cabellera no pinta ni una cana, pero en sus manos y rostro se dibujan
laberintos de piel que revelan que los años no pasan en vano. Dice que nunca se
casó pero tuvo cinco hijos, de los cuales solo dos aún viven.
“Los hijos los acabe de botar
aquí, se hicieron borrachitos, se iban
por ahí al bingo a la discoteca, venían con la cabeza rota, sin cabello,
pobrecitos así se fueron muriendo”.
Como si fuera una anécdota,
Martha confirma que vive sola, sus únicas hijas vivas, están lejos y ella no
tiene intenciones de visitarlas.
“A mi gusta el oro, hay como me
gusta, por eso no voy con la hija. El orito me da plata, pero cuando no sale me
pongo a llorar, hay es que soy bien llorona”.
Mientras conversa se detiene,
abre su blusa y saca con cuidado una cadena que cuelga de su cuello.
“Esta cadenita, no sé si será de oro, pero me la
encontré afuera de la discoteca, debe ser de algún hombre que salió y le
arrancharon, pero yo la encontré afuera”.
A su edad Martha solo puede
realizar la labor de janchera, va de mina en mina, pidiendo a sus vecinos le
regalen un poco de material que ya no usen, pero que tenga algo de oro.
“A veces me regalan un
janche, toca estar esperando todo el
día, a veces ni se come, hasta que regalen algo, no dan rápido se demoran; con
eso voy a moler, paso lidiando todo el día y sale 3 decimas, poquito “.
El día está a punto de morir,
Martha recoge su chalina, donde guarda una funda con pan, se levanta de la
silla y señala el sendero que le conduce a su casa.
“Allá vivo, arriendo una casita
de madera, yo tuve tres casas, pero vendí, las perdí, se quemó una en el
incendio, ahí murió un hijo, yo todo pierdo, no he hecho nada, nada, pero me
gusta vivir aquí”.
Pasito a pasito como sin querer despedirse, Martha mira el obscuro
sendero que le conduce a su casa.
“Dejando de barrer vine, vi gente
y me vine, hoy chanque unos 30 cajones de piedra y nada, tenia 50 dólares con
eso pague al molino, a penas recupere
30, ya no tengo nada. NO me he comprado nada;
pero ya estoy por irme, pero por ahí me deben, me pongo a prestar plata
y no me pagan”.
Con un gesto de resignación mueve
su cabeza, aprieta la funda con pan, y con mucha habilidad esquivando
obstáculos en medio de la oscura noche, Martha comienza a descender por la
irregular montaña, conocida como Nambija.
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